miércoles, 23 de noviembre de 2011

EL NIÑO DEL CONVENTO DE SANTA BRIGIDA

(Leyenda mexicana de tiempos del Virreinato)


Qué bien le iba el nombre de Sor Cándida de Belén a esta monjita alegre, ingenua, infantil. Así, sin malicia y sin doblez, era esta buena madre, siempre afectuosa y jovial.
Por los claustros de Santa Brígida constantemente se escuchaba el fresco tintinear de sus carcajadas, jamás se la vio triste.

Esta admirable Sor Cándida de Belén poseía en su celda, pequeñita y alegre como su vida, un lindo Niño Jesús, sonriente y rubio.  Y el Niño Jesús, refería la ingenua Sor Cándida a las otras monjas, que le hacía mil travesuras constantes.

Un día amaneció consternada Sor Cándida, muy consternada. Era la primera vez que se la veía llorosa y llena de tribulación. El Niño Jesús desapareció de su celda. Su celda estaba como obscura con la falta de su lindo Niño Jesús.

Ya no hacía sino llorar la pobre monjita. Esa pérdida era el desastre de su vida. El capellán, el buen Padre don Aurelio Lomelí, fue al convento esa tarde a rezar el rosario a sus monjas, y sabiendo la pena de Sor Candida, se puso a confortarla con palabras suaves y amorosas.

“Mire. Hermanita, busque en el trabajo consuelo a su aflicción, y lo hallará.  “Mire, aplíquese cuanto antes a bordarme un pañuelo; sí, ande. Bórdemelo, hermana, que aquel gran pañuelo amarillo en el que puso finamente mi nombre, lo tuve esta misma mañana que desgarrar; y no me pesa, por cierto, para hacerlo dos vendas.

“¿No sabe su reverencia que se quemó la casa de los señores Salgado, protectores y patronos de este convento de nuestra madre Santa Catalina?”

“¡Ay no lo sabía su reverencia¡”

“Si en toda la ciudad, Sor Cándida, no se habla sino de ese incendio terrible, que dejó la hermosa morada hecha pavesas. Los vecinos ayudaban con mil arbitrios a extinguir el incendio voraz de la mansión señorial de nuestros piadosos benefactores.
Pero entre aquella gente abnegada, solícita, andaba un mancebillo diligente que se metía con agilidad por entre las llamas y salía pronto de ellas trayendo siempre del interior de la casa cosas preciosas. Más valiente muchacho no he visto otro, y lo más admirable fue que salvó a una niña recién nacida, hija de una esclava negra de la casa. iQué muchacho tan activo, tan simpático, tan valiente! No le importaba nada el peligro. iQué se yo cuántas cosas lindas libró del fuego!.  Iba y venía constantemente, sacando objetos maravillosos, los que más apreciaban los dueños de la casa.”

“Al pasar junto a mí vi que le empezaban a arder sus ropas; se las apagué en el acto, y con dolor le mire una ancha quemadura en un bracito y otra en una de sus piernecitas, y entonces fue cuando hice pedazos mi pañuelo amarillo con que el día de mi santo me regaló su reverencia.

“Después que lo vendé, se marchó el chicuelo, sin que yo lo pudiese evitar, hacia el incendio, y ya nadie lo volvió a ver salir de la hornaza grande y espantosa. Sin duda alguna que allí pereció la pobrecita criatura”.

Se fue hacia su celda Sor Cándida de Belén. Una naciente alegría llevaba la monjita, ingenua y triste, en el alma, y le aleteaba muy tímidamente. Entro en su celda y lo primero que vieron sus ojos fue a su lindo Niño Jesús sonriendo entre el nicho taraceado. Tenia uno de sus brazos envuelto en un trapo amarillo, y una de las piernas también estaba envuelta en otro lienzo del mismo color: Su vestido azul se hallaba lleno de tizne y chamuscado en su parte baja; a medio quemar el ancho galón de oro que remataba la azul tuniquilla de labrado ormesí.

La tristeza de Sor Cándida se hizo gozo... 


No hay comentarios: